ISIS ha cometido una nueva barbaridad. Esta vez ha sido en Bruselas y por eso nuestro ámbito en redes sociales se llena de mensajes de condena, de informaciones, etc. de lo que ha ocurrido en la capital belga. Vaya por delante nuestra más sincera solidaridad hacia las familias de las víctimas y hacia todas las personas heridas y nuestro sentido duelo por todas las vidas que han sido injustamente arrebatadas, las de ayer y las que les precedieron.
Si ya es difícil de ‘argumentar la conveniencia’ de una guerra donde dos bandos militares se dedican a aniquilarse – perdón, más que aniquilarse entre sí, se dedican a aniquilar a la población civil-, resulta absolutamente imposible encontrar la más mínima razón que pudiera contextualizar el terrorismo.
La RAE define el terrorismo como ‘sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror’. Y este terror no tiene otro objetivo que no sea el sometimiento del aterrorizado. En métodos y en fines es absolutamente condenable.
Desde el atentado de París, se ha escuchado en los medios de comunicación que la actitud de la policía y la justicia belga en relación a los yihadistas no era la óptima en una situación de cierta prevención como la que puede vivir Europa en estos últimos años. El hecho de que la mayoría de ‘los más buscados’ por su implicación en actos terroristas hubieran pasado o tuvieran residencia habitual en Bélgica, al parecer, hizo pensar a su gobierno que, haciendo una demostración de su potencial bélico, conseguirían atemorizar a quienes tuvieran terroríficos planes. Por desgracia, ayer se demostró que eso no era más que una ilusión. Vamos, que fueron unos auténticos ilusos quienes planificaron la presencia del ejército por las calles para amilanar a quienes están dispuestos a inmolarse por ‘su causa’.
La sangría de jóvenes europeos que se incorporan a las filas de ISIS y grupos similares, debería animar no tanto a incrementar controles, a militarizar la vida civil, a iniciar guerras santas contra no se sabe bien quién, como a pensar en qué Europa hemos construido y cuál queremos que sea. No se trata de autoinculparse, sino de fortalecer todos aquellos valores a los que Europa siempre ha aspirado. La democracia, la libertad, la justicia, la igualdad, la solidaridad no pueden sucumbir a las amenazas externas, ni internas -Hitler fue europeo, pero hasta hace bien poco, nos avergonzábamos de él y condenábamos lo que hizo- y así terminar con lo que queremos que sea Europa. Cerrar las fronteras a los refugiados, esto es, cargarse de un plumazo todos los acuerdos internacionales de solidaridad, es una demostración de esta renuncia que, por desgracia, jamás nos librará del fanatismo externo e interno, pero que ya nos convierte en menos Europa de lo que éramos ayer.